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“-Y por si unas palabras en tu monitor no son suficientes
te voy a ir a buscar.”, le escribió a la muchacha agorafóbica que pasaba sus
horas escudriñando la oscuridad; con su pañuelo atado a la cabeza y sus gafas
oscuras. La gente, esa masa de bacterias. El espanto del tacto, de la saliva,
del amor. Era la fotografía su obsesión malsana. Ni siquiera era buena en eso
pero le daba aunque fuera un mínimo margen de entretenimiento. Todas retrataban
su rostro, aunque siempre cubierto por las gafas y el pañuelo con aroma a
desinfectante. Había pedido una computadora por teléfono, y una cámara. En
apenas cinco días lideraba las listas de Flikr, y planeaba no volver a salir
nunca más de esa casa pulcra, pero con olor a encierro, olor a sótano embellecido,
a cabina de titiritero. Se paseaba por los pasillos con la silla de la
computadora y una botella de alcohol en las manos secas de tanto fregar.
"Ojala pudiera meterme adentro de esa computadora para no volver". A
veces miraba fijamente sus fotos y se imaginaba dentro de ellas. Allí no podían
hacerle daño, era todo una simple ilusión. Allí era quien ella quería. Allí la
querían y el amor no requería las molestias e incomodidades, era un amor de
primera dimensión, chato, cómodo, feliz. Pero perecedero. Cuando él la había
visto comenzó a formularse la certeza dentro de sí. La haría feliz, a esa
sombra, ese ente, porque él podía y solo por eso. Al principio era fácil
aceptar sus reglas del juego, pero pronto la ausencia física se le hizo
insoportable. Sin embargo, la negación era rotunda. Ella ya había decidido su
estilo de vida, pasando dinero por debajo de la puerta, siempre con guantes de
hule, estremeciéndose ante una mínima ráfaga de libertad. Le advirtió que se
quedara en donde estaba, pero él no escuchó razones. Tenía su dirección, que
había extraído de la guía telefónica, sólo hacía falta poner en marcha el
automóvil. Ella lo esperaba, temerosa, conmocionada. La puerta estaba abierta.
Tres zancadas bastarían. Ella se estremeció de nuevo, él suspiró de felicidad.
Abrió los brazos y la sostuvo tiernamente durante algunos segundos, la sostuvo,
hasta su último suspiro traicionado.
Gritando de angustia, de espanto, extrajo la daga
sanguinolenta de su cuerpo inerte. Y lloró, lloró, lloró... porque la habían
tocado.
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